ROSTRO, MANOS Y PIES




«Haga resplandecer Jehová su rostro sobre ti»
(Núm. 6:25)


P. Un hermano que vive entre incrédulos y críticos,
no sabe qué contestar cuando le dicen que «el Dios de la
Biblia es un judío de rostro barbudo, ojos, pies y manos,
como el que vive enfrente de casa, y dotado de las mismas
pasiones que éste». No es posible, le dicen, que fuesen inspirados por el Dios invisible y eterno los que le representan
así.



R. Prescindiendo de la chacota blasfema de tales enemigos,
admitiremos que la Biblia, especialmente en su lenguaje
poético, representa a Dios con rostro resplandeciente
y con ojos, manos y pies. Pero negamos rotundamente
que éste sea el Dios de la Biblia. No lo es, porque el Dios
que nos presentan las Escrituras es el Dios Infinito, Eterno,
Omnipotente, Omniciente, Espíritu Santo, Luz, Amor,
Justicia, etc. Un Dios como nunca han concebido ni conocido
los filósofos y pensadores más sabios, sin la Revelación
divina, por la sola luz natural y sin la inspiración divina y
directa de Dios.

¿Por qué, pues, nos lo representan los escritores de la
Biblia a veces como persona dotada de rostro, pies y manos?
La contestación es muy sencilla, la razón de ello es más
sabia y científica de lo que se imaginan los criticones maliciosos.

El sabio profesor Tyndall, por ejemplo, insistía
en que sus colaboradores científicos aprendieran la importancia
de hacer palpable lo invisible, porque tan sólo de
este modo, dice, «podemos concebir lo invisible cual agente
que existe y opera sobre lo visible». Así que, en realidad,
los primeros científicos del mundo entero, han visto
necesario adoptar el estilo bíblico para popularizar las
ciencias abstractas. Y aun los mismos criticones, acaso
sin pensarlo, se valen del mismo método bíblico.

Así, por ejemplo, el famoso incrédulo Ingersoll, habla de «saetas
lanzadas de la aljaba del sol» y Renán de la «sonrisa paternal
que brilla a través de la faz de la Naturaleza». Cuánta
ira despertaríamos en los incrédulos si hiciéramos como
ellos, burlándonos de su querido Renán, Ingersoll y compañía,
diciendo que Renán creía que la Naturaleza era un
hombre con rostro paternal que sonríe, y que Ingersoll era
un imbécil que creía que el sol es un guerrero que recorre
el espacio lanzando saetas de su aljaba.

Pero los criticones saben, y nosotros también, que los incrédulos mencionados
no creían en tal disparate y sabemos todos perfectamente bien que
usaban tal lenguaje, figurado y poético,
para presentar, de un modo palpable a sus lectores, sus
ideas respecto a cosas invisibles. Ahora bien, críticos; ¿por
qué no acordar a los escritores bíblicos los mismos derechos
que a vuestros maestros incrédulos? No os acusamos
de ignorantes; os acusamos de maliciosos.

Toda persona algo versada en estos asuntos, sabe bien
que la Biblia no fue escrita para servir sólo de libro de
texto en las aulas de los centros docentes, sino también
en la casa de humildes obreros que durante siglos no tuvieron
acceso a los colegios universitarios de su tiempo;
sin embargo, estos hombres y mujeres sencillos necesitaban
poder pensar en Dios, y era necesario hablarles por
medio de figuras, y esto es exactamente lo que hace la Biblia,
tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento;
pero cuando el apóstol Pablo tuvo que hacer un discurso
a un grupo de filósofos en el famoso aerópago de Atenas,
lo hizo en un lenguaje adecuado a su ciencia.

Además, sabemos que la Biblia es inspirada porque anticipándose
en muchos siglos a las ciencias actuales contiene
pasajes y conceptos que no estaban al alcance de los
hombres del tiempo en que fueron escritos.

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