«La lámpara del cuerpo es el ojo: así que, si tu
ojo fuere sincero, todo tu cuerpo será luminoso.»
(Mat. 6:22.)
P. ¿Cómo se entiende esto?
R. Consultando al contexto y paralelos nos viene luz.
Por lo pronto vemos que estas palabras en Mateo, se relacionan
con «el dios de este siglo», que ciega los entendimientos
de los incrédulos privándolos de la luz del evangelio;
y que en Lucas (11:34) se relacionan con la luz que
irradian los discípulos mediante su vida pública y buena.
Así comprendemos que Cristo se vale aquí de un ejemplo
material, el ojo físico para inculcar verdades espirituales.
Evidentemente se trata de las condiciones de la vista espiritual,
el ojo del alma, lo que llamamos hoy conciencia,
que nos ayuda a ver con claridad, apreciar y juzgar las cosas
relacionadas con la vida espiritual.
El cuerpo es como una casa provista de lámpara, que
es el ojo. Así que si esta lámpara fuere limpia, libre de obstáculos,
que pueden ser hasta una pajita insignificante,
queda iluminada toda la casa, esto es, podemos ver. La luz
del sol puede bañar todo el cuerpo de un ciego, y por falta
de vista estar el cuerpo a oscuras. Lo mismo puede ocurrir
al ojo del alma, la mente y al ojo del espíritu, la conciencia.
Da pena conversar con un desequilibrado mental, un
neurasténico y observar cómo todo lo ve sombrío, sean
cuales fueran las circunstancias reales, y asimismo con
una conciencia mal intencionada que juzga todas las cosas
en un sentido malicioso, como hechas adrede para mal o
para perjudicarlo.
Jesús era un maestro también en psicología aunque
en sus días faltaban los términos psicológicos para darnos
a entender su profundo pensamiento y tiene que expresar lo por
parábolas como la presente, que podríamos llamar
«parábola del ojo», de la cual Mateo recordó una parte y
Marcos, a través de Pedro, recibió una idea más clara de
su significado.
La enseñanza es ésta: ¡Ojo al ojo! Ojo al ojo del alma.
«Mira, pues, que la luz que está en ti no sea tinieblas»
(Luc. 11:36). Mira que la lámpara esté limpia, fuera toda
suciedad moral que la ensucie o apague, ciegue y te deje
en tinieblas.
¿Qué importa que vivamos en «el siglo de las luces»
si nos asemejamos al topo sepultado en lo terreno, bajo tierra,
sin vista y percepción espiritual? «El Dios de este
siglo cegó el entendimiento de los incrédulos», dice Pablo
(2.a Cor. 4:4), hasta el punto de atribuir el orden que
nos rodea y la construcción del maravilloso instrumento
que nos permite percibirlo, el propio ojo y el cerebro, a
simple casualidad. ¿Puede existir mayor ceguera mental y
espiritual?
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