P. En Ezequiel 21:3 y 4 leemos: «Dirás a la tierra
de Israel, así dice Jehová: He aquí que yo estoy contra ti,
y sacaré la espada de su vaina y cortaré de ti al justo y al
impío, y por cuanto he de cortar de ti al justo y al impío,
por tanto mi espada saldrá de su vaina contra toda carne,
desde el Sur hasta el Norte, y sabrá toda carne que yo Jehová
saqué mi espada de su vaina; no la envainaré más.»
¿Significan estos textos que Dios, una vez airado, no
hace diferencia entre justos y pecadores, siéndole indiferente
su conducta, sea buena o mala?
R. Así parecería si, arrancando este texto de su contexto,
lo interpretáramos literalmente, prescindiendo de todas
las demás enseñanzas de la Biblia; pero de ningún
modo puede ser así, si lo analizamos teniendo en cuenta
todo lo que la Biblia enseña acerca de la justicia de Dios.
En este mismo libro de Ezequiel, solamente tres capítulos
antes, en el cap. 18, Dios hace, por boca del profeta, una
clara y enfática declaración de su justicia, la que resume
en las siguientes palabras del vers. 20:
«El alma que peque esa morirá; el hijo no llevará
el pecado del padre, ni el padre el pecado del hijo, la
justicia del justo será sobre él y la impiedad del impío
será sobre él.
Mas si el impío se aparta de todos sus pecados que
hizo y guarda todos mis estatutos y guarda todo el derecho
y la justicia, de cierto vivirá, no morirá. Ninguna
de las transgresiones que cometió será recordada contra
él, vivirá por la justicia que ha practicado. ¿Acaso
me complazco yo en la muerte del impío?, dice el Señor
Jehová. ¿No me complazco más bien en que se aparte
de sus caminos y viva?»
Sin embargo, también es cierto lo que expresan los versículos
3 y 4 del capítulo 21, y la historia y la experiencia
nos ofrecen de ello múltiples ejemplos. La sociedad humana
está constituida de tal manera que ambos principios,
al parecer contradictorios, se cumplen exactamente. Cuando
Dios permite una calamidad pública sobre un pueblo,
sufren igualmente justos y pecadores. Sin duda, había muchos
judíos piadosos al lado de muchos escépticos, menospreciadores
de Dios, cuando éste permitió la masacre de
judíos en los campos de concentración de Alemania. Así es
también cuando Dios permite que un terremoto o un tornado
asolé un territorio de cualquier país, sufren justos e
impíos de un modo general; aun cuando la providencia
divina obra muchas veces excepcionales maravillas, en
casos particulares, generalmente en respuesta a la oración.
Dios sabía que esto ocurriría en el caso particular que
anuncia por boca del profeta Ezequiel al profetizarles el castigo de su maldad,
según se describe en los capítulos
siguientes 22 y 23 de la misma profecía. Dios permitiría
que Israel, y más tarde Judá, fueran invadidos por los asirios,
cuya crueldad en la guerra es bien notoria en los
anales de la historia antigua. Dios no haría milagros a cada
momento, cambiando el corazón de los soldados asirios
cuando aquel castigo permitido por Dios cayó sobre el
pueblo escogido a causa de sus pecados, y el profeta lo
anuncia con el lenguaje típico de sus días.
Este proceder punitivo de Dios sería ciertamente injusto
si la existencia humana terminara con la muerte. De
ello se había dado ya cuenta el sabio Salomón, cuando,
inspirado por el Espíritu Santo declara en Eclesiastés 11:9:
«Alégrate mozo en tu mocedad y pásalo bien en los
días de tu juventud, y anda en los caminos de tu corazón
y en la vista de tus ojos, pero ten en cuenta que
sobre todas estas cosas te juzgará Dios.»
Y en el capítulo siguiente advierte que vendrá un día
cuando el joven convertido en anciano, agobiado por los
años, dirá: «No tengo en ellos contentamiento», y el polvo
volverá «a la tierra de donde procede y el espíritu a Dios
que lo dio». (Eclesiastés 12:7.)
Jesucristo nos trajo una confirmación de tales preanuncios
del Antiguo Testamento, y una más clara advertencia
acerca de los propósitos de Dios en el más allá, diciéndonos,
particularmente en el capítulo 12 de Lucas,
vers. 4-7:
«Y yo os digo, amigos míos: no temáis a los que
matan el cuerpo y después nada más pueden hacer;
pero os mostraré a quién debéis temer, temed a Aquel
que después de haberos quitado la vida tiene poder
para echaros en el infierno, a este temed.»
Y en los versículos 47 y 48 del mismo capítulo nos enseña
con qué meticulosa justicia procederá Dios al juzgar
a los hombres, no sólo por sus hechos, sino por el conocimiento
de su voluntad que hayan tenido al cometerlos.
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