«Empero endureceré su corazón» (Éxodo 4:21).
P. Dicen los enemigos, que si Dios endureció el corazón
de Faraón de suerte que se rebelara contra El en
consecuencia de tal endurecimiento, Dios mismo era responsable
del pecado de Faraón, y, por consiguiente, Dios
obraba injustamente tratándole como responsable y castigándole
por sus culpas. Ahora bien, si Dios realmente obró
así, como pretende el enemigo, la razón queda de su parte.
En otras palabras, si Dios realmente se apodera de una
persona que desea conocerle y hacer su voluntad y endurece
su corazón inclinándole a un obrar contrario a la divina
voluntad, entonces, decimos con toda reverencia, que
tal hecho de parte de Dios no se puede justificar.
R. Pero, ¿acaso es esto lo que Dios hizo con Faraón?
No, por cierto. Estudíese toda la narración y se verá la
verdad del caso. Se verá que esta narración no principia
diciendo que Dios endureció el corazón de Faraón, sino
que Faraón mismo endureció su propio corazón.
Veamos primero que Éxodo 4:21 no es texto histórico,
sino profético, respecto al caso, y que la historia principia
en el capítulo 5; al entrar Moisés y Aarón al rey explicando
su comisión de parte de Jehová, Faraón contesta altanero,
provocando a Jehová: «¿Quién es Jehová para que
yo oiga su voz y deje ir a Israel? Yo no conozco a Jehová,
ni tampoco dejaré ir a Israel.» Esto aconteció antes de
haber Jehová endurecido su corazón. Y para hacer alarde
de su desprecio hacia Jehová, se dedicó a martirizar más
cruelmente que antes a los israelitas.
Después, manifiesta Dios su potencia, mediante Moisés y Aarón a la vista de
Faraón, y leemos: Y el corazón de Faraón se endureció (no
que Jehová lo endureció), cap. 7:13. Luego siguen las plagas,
y al cabo de la primera, leemos: «Y el corazón de Faraón se endureció.»
Al cabo de la segunda: «Faraón agravó
su corazón.» Al cabo de la tercera: «El corazón de Faraón
se endureció.» Al cabo de la cuarta: «Faraón agravó aún
esta vez su corazón.» Al cabo de la quinta: «El corazón
de Faraón se agravó.»
Hasta aquí Jehová no había endurecido su corazón. Evidentemente
ese rey era un tirano activo, tenaz y bestial,
que se había propuesto reventar, como vulgarmente se
dice, antes de ceder a nadie, sea al Dios del cielo u hombre
suplicante de la tierra. Humanamente hablando, ya se había
agotado la paciencia de la justicia divina, y hubo de
recoger el fruto de su labor. Pues acabada la sexta plaga,
leemos: «Y Jehová endureció el corazón de Faraón, y no
los oyó, como Jehová había dicho (pronosticado) a Moisés.
De modo que ¿Dios endureció realmente el corazón
de Faraón? Cierto, y esto conforme a su «método universal
» de tratar a los hombres rebeldes e impenitentes. Respecto
a lo cual la Escritura nos revela que a los que prefieren
el error a la verdad, «les envía Dios operación de error
para que crean a la mentira»; a los que a pesar de advertencias
y amonestaciones persisten en el pecado, Dios al fin
«les entrega a la inmundicia, a una mente depravada, para
hacer lo que no conviene».
Esto parecerá duro, pero es absolutamente
justo. 2 Tes. 2:9-12. Rom. 1:24-26, 28.
Pero aún nos queda una pregunta: ¿Cómo endureció
Dios el corazón de Faraón? No tratándose aquí del corazón
físico, sino del asiento de las afecciones, sentimientos y voluntad,
podemos comprender que su endurecimiento no fue
un acto físico ni un acto de violencia sobre la voluntad. Tan
difícilmente se mueve la voluntad por una fuerza física,
como un tren de carga por un argumento de lógica. Así es
que Dios endureció el corazón de Faraón enviándole una
serie de demostraciones palpables de su existencia y de su
poder, juntamente con una serie de juicios sobre su persona
y su reino.
Si Faraón hubiese recibido estas manifestaciones humilde
y dócilmente, habrían producido su arrepentimiento
y salvación, pero arrostrándolo todo y oponiéndose a Dios
voluntaria y orgullosamente, quedó endurecido por lo que podía servirle
de eterna salud. No hay cosa más misericordiosa
que Dios nos envíe los juicios sobre nuestros pecados.
Si los aceptamos de un modo debido, ablandarán
nuestros corazones, nos conducirán al arrepentimiento, a la
entrega de nuestro ser al Señor, a la santificación. Pero,
por otra parte, si nos rebelamos como Faraón, lo que el
Dios de amor intentó para nuestra mayor bendición, resultará
en nuestra condenación. Y por supuesto, la culpa no
la tiene Dios, ni la tienen sus juicios, sino nosotros mismos.
Nos consta en el Nuevo Testamento que el mismo Evangelio
resulta a unos «olor de muerte para muerte, y a otros
olor de vida para vida» (2.a Cor. 2:15-16). Y la culpa no la
tiene el Evangelio, sino los que lo rechazan. «Esta es la condenación,
porque la Luz vino al mundo y los hombres amaron
más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran
malas.» 2 Cor. 2:15, 16; Juan 3:18, 19.
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